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“La Deseada", la experiencia de vivir entre el tambo y la huerta.

“La Deseada

Fuimos a conocer el tambo "La Deseada" (Coronoel Suárez) para saber cómo es la vida dentro de un emprendimiento productivo que siempre atraviesa una eterna crisis. "Los amigos nos dicen por qué no vendemos el campo, pero nosotros elegimos el tambo. El hecho de haber criado nuestros hijos acá ha sido muy bueno" Lo justifica todo.

Alberto Fernandez se despierta temprano en el Tambo “La Deseada”, que está a la entrada de Coronel Suárez. Todos los días a las cinco de la mañana las vacas son ordeñadas, doce horas después se repite la acción, en el mientras tanto el trabajo en el campo no cesa. Natalia Stanislawsky, su esposa, maneja una huerta orgánica y hace conservas de frambuesas e higos. Cuando llueve mucho, el agua entra y todo se complica, la plata que nunca alcanza pero a su vez, está el orgullo de mantener este campo activo, que es un escudo familiar que contiene y fortalece. “Por nada en el mundo cerraríamos”, afirma Alberto. La vida en el campo es dura, y dentro de un tambo aún más. De todos los emprendimientos productivos, el tambo es que se hace con más esfuerzo, “uno deja la vida acá, todos los días hay que ordeñar las vacas, no tenemos feriados ni días festivos, religiosamente la vaca tiene que ser ordeñada dos veces al día todos los días del año”, repasa un poco el ADN de esta actividad que siempre vive en crisis, pero también es la que más lealtad produce en quienes se animan a hacerla. La historia de “La Deseada” podría resumir el guión de una vida en el campo dedicada al trabajo. “Ya desde el secundario tenía la idea del tambo, incluso estando en la escuela primaria, venía a trabajar a este campo, que era de mis abuelos. Estudié Ingenieria de Alimentos en Buenos Aires y durante un año, volvía a trabajar al tambo, llegaba en el colectivo a las seis de la mañana y me iba derecho a ordeñar, en ese entonces a mano. Mi mamá fue madre soltera, y lo heredé de mi abuela. Era un cambio grande, venir de la comodidad de un departamento al barro, el frío y las vacas, pero siempre me gustó”, reafirma Alberto, quien durante toda su vida supo que su lugar en el mundo era éste en donde hoy comanda sus días: el tambo y el campo. “Antes si uno traía a una novia era para casarse, no existía la convivencia. Había que arrancar. Y arrancamos”, su esposa era de San Isidro, de otro mundo, pero con las mismas convicciones de Alberto: hacer una familia en un lugar tranquilo y trabajar con productos del territorio. “Tener una huerta es sagrado, estoy a cargo de ella. Mi esposo está en el tambo y yo en la huerta, tenemos producción propia de dulces y conservas. Todos los vegetales que consumimos nos los da la huerta”, Natalia es una pieza fundamental de este engranaje. El tambo le exige a quien está a su cargo una rutina demoledora, porque no sólo es ordeñar a las vacas, sino proveerle de alimento, la pastura. “Todos los días hay que darle un potrero nuevo a las vacas, la calidad de la pastura es fundamental” Una vez que la familia se hizo, la crianza en el entorno rural es inspiradora y queda grabada en la retina y en lo profundo del corazón para siempre. El sueño era el tambo, pero también que los hijos del matrimonio pudieran comprenderlo. “Nuestros hijos a pesar de no estar acá en el campo, tienen muy presente esto, saben de dónde vienen, la crianza en el campo es algo que te acompaña toda la vida, están agradecidos de todo lo que vivieron, y hasta incluso yo los obligaba a la mañana a correr las cortinas y ver las vacas en el potrero. Ver un ternerito recién nacido que se esfuerza por ponerse de pie, es formador e inolvidable”, se emociona Natalia. El tambo creció, y desde la primera ordeñadora para tres vacas que les regaló su suegro, Alberto hoy presenta un tambo en donde se pueden ordeñar doce vacas en forma simultánea. “Se ordeña a las cinco de la mañana y otra vez a la misma hora, pero a la tarde. Entra la vaca al tambo, le damos una ración de comida, y mientras se la ordeña. Los primeros chorros no se usan porque pueden tener bacterias. Cada vaca da treinta litros por vez. Esto se repite todos los días del año” La actividad, siempre está en crisis. “Hay catorce entidades que nos representan, y cuando te representan tantos no nos representa nadie. Es un problema nuestro. Trabajamos mucho en nuestra unidad. Esto lo estamos luchando desde el 2003, y no lo hemos logrado”, explica Alberto una de las razones de la eterna crisis láctea de nuestro país. Esta clase de vidas en el campo son las mismas que se encuentran cuando se visitan los emprendimientos de turismo rural que coordina Julieta Colonella de Cambio Rural (INTA) y que demuestran que otra clase de vida es posible, una más en contacto con la naturaleza. El turismo rural así entendido invita a conocer el corazón de la trama de la familia rural que se esfuerza todos los días por hacer realidad sus sueños, en medio de un horizonte interminable que a veces no contesta. En ese escenario de grandes esfuerzos, los pequeños grandes recuerdos son los que alimentan a seguir: “Recuerdo una de las primeras veces que vendí leche a la cooperativa, eran trece litros un trece de febrero de 1982, estaba lloviendo y para llegar a la entrada del campo había que atravesar mucha agua, gran parte de la leche se me cayó en el camino, pero pude vender” Los amigos y familiares ven la vida que llevan Daniela y Alberto, tranquila y austera, todos concuerdan que ya podrían estar viviendo de otra manera, pero este hombre y esta mujer se cruzaron en la vida para compartir los amaneceres en el campo. “Mantenerlo activo al tambo es un orgullo para nosotros. Sabemos todo el esfuerzo que le hemos puesto. Nunca pensamos en cerrar. Los amigos nos dicen por qué no vendemos el campo, pero nosotros elegimos el tambo. El hecho de haber criado nuestros hijos acá ha sido muy bueno” Lo justifica todo. Fotos y Texto: Leandro Vesco Fuente: elfederal.com.ar

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